Enrique Semo

La ocupación nazi en Francia es el punto de partida para que el historiador Enrique Semo recuerde la difícil travesía durante su infancia cuando, frente a la barbarie, miles de judíos salieron huyendo de Europa.

Corría el mes de mayo de 1940. En París, la primavera terminaba y el verano se anunció con una onda de calor sofocante. Yo tenía diez años, y estaba recluido en un internado en el cual cursaba el tercer año de école primaire. Los jueves y los domingos eran días de asueto y para mi gran alivio, mi padre venía a recogerme para pasar el día con la familia. Mi estancia en París, que duró menos de un año, estuvo marcada por una serie de cambios que me produjeron una angustia crónica. Mi familia eran judíos sefaraditas búlgaros, empujados por la guerra a emigrar de su país. El abandono de mi ciudad natal Sofia, y el cambio de idioma me dejaron con una sensación comparable a un salto en el vacío que nunca terminaba. El paso de la confortable seguridad de los tiempos de paz a la sensación de desamparo que acompaña las constantes conversaciones sobre la guerra y las medidas contra los ataques aéreos en la Ciudad Luz multiplicaban mi inseguridad.

El internado en nada contribuía en contrarrestar mis aprensiones. En primer lugar, tenía hambre y se los dije varias veces a mis padres, pero ellos no me creían, suponiendo simplemente que deseaba regresar a la casa. La pareja de viejos, dueña del internado que fungía también como maestros principales en la escuela, ahorraba en la comida de los internos. Y eso no contribuía a darme la seguridad robada: era la primera vez que conocí el hambre. Hasta el estallido de la guerra yo había sido un niño feliz, quizá sobreprotegido por una madre que me consideraba “delicado de salud”. Ahora, todo había cambiado y frecuentemente en las noches me despertaba, lleno de miedo y bañado en sudor.

Por fin a principios de junio se hizo claro que la guerra iba muy mal y que las divisiones panzer de la wehrmacht estaban triturando todo lo que se les oponía. Holanda y Bélgica ya habían capitulado y el ejército francés se replegaba en una retirada que pronto se volvió desbandada. Se decía que los bombardeos eran inminentes, que París sería arrasado, que los nazis no perdonaban a la población civil. Los sucesos fueron tan rápidos, tan inesperados, tan inexplicables que crearon un pánico incontrolable en la población. Para mi familia, ya en 1940, las cosas eran más simples, la presencia de los nazis no podía presagiar nada bueno para los judíos. Quince días antes de que los alemanes entraran a la capital francesa se inició el éxodo. Los que querían salir abarrotaban las estaciones de ferrocarril y las salidas por las carreteras que iban hacia el sur. La gente se movilizaba como podía, con lo que tenía, en coche, en bicicleta, a pie, dejando atrás sus trabajos, pertenencias y pequeñas preocupaciones, sobrecogida por el miedo ante lo desconocido. Francia había vivido ya una gran guerra que se libró en buena parte en su territorio, pero nunca algo parecido a lo que sucedía ahora. La ofensiva alemana apenas había comenzado el 10 de mayo y un mes después estaba a las puertas de París. Nada de guerra de trincheras, de líneas de defensa fijas: tanques, aviones, paracaidistas, infantería motorizada que avanzaban a cuarenta kilómetros por hora, rompiendo todos los frentes planeados y las estrategias elaboradas durante años por los mandos superiores aliados.

Paradójicamente, para mí, salir del internado fue una alegría y en la casa nunca hubo síntomas de pánico. El mundo a mi alrededor se caía en pedazos pero mis padres mantenían una aparente calma y cumplían con todos sus actos cotidianos sin olvidar la limpieza y las buenas costumbres tradicionales en el comer, el vestir, el hablar y el saludar. Eran mi refugio de la angustia cotidiana, lo conocido y lo aceptado desde antes de que mi yo despertara. Se hicieron las valijas, con nuestras pocas pertenencias, una por cabeza, incluyendo mis numerosos soldados de plomo que mi padre se resistía a llevar, pero cedió ante una mirada de mi madre. Teníamos boletos para el tren que iba a Tours. Era todo lo que mi padre había logrado conseguir. La estación estaba abarrotada, el tren estaba repleto, casi no se podía circular en los pasillos.

Mi terror era perderme en medio de la multitud extraña y asía la mano de mi madre con tanta fuerza que me dijo riendo: “Hijo, te estas volviendo muy fuerte, pero me lastimas, no tengas miedo, no te voy a dejar”. Como siempre me tranquilizó, con esa maravillosa capacidad de adivinar mis estados de ánimo y mis miedos. Por fin, nos sentamos en nuestro compartimiento. Frente a nosotros se sentaron dos soldados franceses ni muy jóvenes ni muy viejos. Más tarde, ya en México, mi madre me contó lo que recordaba de la conversación. Uno de los dos le decía al otro: “¡Qué desastre, nunca llegamos a resistir, como se debe, llegaban de todas las direcciones!”. “Sí, dijo el otro, ves esta funda, jamás hubo una pistola adentro, nos entrenaron con fusiles de madera, y después nos mandaron al matadero”. En Tours, logramos conseguir un pequeño cuarto de hotel, y mis padres salieron para ver qué podían arreglar para seguir el viaje, ya que no estábamos suficientemente lejos de los alemanes y no podíamos fijarnos una meta clara. Yo acepté quedarme solo en el cuarto si desempacaban mis soldados, y me quedé jugando a la guerra en medio de la guerra, imitando con mi voz estallidos, tiros y movimientos de blindados… Las eternas guerras de la humanidad que en mi mente infantil se confundían con el heroísmo. Después había de aprender que en la guerra hay dos caras: matar y morir, pero también la causa, la solidaridad, la camaradería, aprender a mandar y a obedecer, y que una no se puede separar de la otra. Eso es lo que hace a los adolescentes y jóvenes tan vulnerables a la propaganda bélica.

No fue sino poco a poco y después de conocer las condiciones del armisticio que dividió a Francia en dos partes, una ocupada y otra “libre” bajo el gobierno títere de Petain y Laval, que mis padres decidieron ir a Marsella, el punto más alejado de la frontera con la Francia ocupada. La huida siguió acompañada a veces por las sirenas de los stukas alemanes que ametrallaban a las largas filas de refugiados y el sordo fragor de cañonazos lejanos. El trayecto final lo hicimos por carretera en un taxi que mi padre logró alquilar a precio de oro en Toulouse.

Marsella se encontraba, es verdad, en la “zona libre” de Francia, pero hay que decirlo, el gobierno de Vichy y la policía francesa de Marsella trabajaban junto y para los ocupantes. Sus absurdas exigencias y su constante hostigamiento llevaron al suicidio a varios intelectuales alemanes como Walter Benjamin, Ernest Weiss, Carl Einstein y Walter Hasenclever.

La vida de los refugiados, como se les llamaba entonces en Marsella, era muy precaria. Problemas de papeles y de trabajo eran asuntos cotidianos. De la noche a la mañana surgió en ese puerto acostumbrado a las mafias, el contrabando y las conspiraciones durante siglos, un enorme mercado negro de certificados de residencia y de sus renovaciones. Más caro y peligroso era el ligado a la búsqueda de visas de destino y de tránsito para salir del último rincón libre del Occidente de Europa y un negocio turbio no menos farragoso era conseguir una botella de aceite, un poco de mantequilla, un conejo o cualquier otro alimento racionado. Nadie vivía totalmente en la legalidad, todo lo prohibido era comprado y vendido y participar en el torbellino no causaba ningún problema de conciencia.

En los múltiples cafés de tipo oriental, que abundaban en la ciudad, es donde se conseguía todo: el resello de un certificado de residencia, una cita en una embajada, la compra de una visa, y sobre todo, los permisos de tránsito por la España de Franco, el Portugal de la dictadura de Oliveira Salazar y la famosa Casablanca, de Humphrey Bogart e Ingrid Bergman. Recuerdo que mi padre se pasaba muchas horas en el café tejiendo relaciones sociales, usando sus conocimientos del francés y los rudimentos de muchos otros idiomas que como cambista, conocía. Su encanto balcánico le ayudaba para relacionarse con franceses y norafricanos, con mafias e intermediarios de todo tipo.

Revista de la Universidad Nacional. Nº 103, septiembre de 2012. (p. 29-33).

 

 

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.