Imaginemos a un niño o mejor a una niña de doce años, en los tiempos en que la televisión era un sueño todavía, la radio el único medio de información inmediata y los periódicos la forma de saber qué pasaba en muchos lados, el mejor curso de historia.
Imaginemos a esa niña, tratando de entender por qué había que correr a esconderse cuando sonaba el cielo, cuando una sombra salía del Tibidabo, de las alturas de Barcelona y aparecía de pronto sobre las calles, las banquetas y un sonido silbante le avisaba hacia dónde había que huir.
Imaginemos cuáles pudieran ser las emociones de una niña así, cuáles sus esperanzas y sueños de futuro; imaginemos a qué jugaba, con quién jugaba y cómo jugaba.
Imaginemos, si la capacidad nos alcanza, cómo hacía esa niña para saber que su papá seguía vivo después de despedirlo por la mañana, sobre todo si los personajes obscuros, los hombres raros y llenos de odio, podrían llegar a casa, abrir las puertas a golpes, buscar por todos lados como lobos hambrientos con sus grandes fauces abiertas y al acecho de su presa, listos para preguntar dónde está tu padre y tuviera que ocultar su emoción, su verdad, su miedo para no descubrir que ahí, hace poco, estaba.
Imaginemos a esa niña aprendiendo nuevas palabras, nuevas voces: traición, derrota, cerco, muerte, asesinos, líderes, guerra, victoria, esperanza; rojos, blancos, nacionales, internacionales, anarquistas, comunistas, republicanos, falangistas, reaccionarios y no necesariamente las palabras de las novelas de Salgari, de Tolstoi, de Dickens, de Verne, esas que forman y dan esperanza y son la entrada a mundos imaginarios.
Imaginemos qué mundos extraordinarios podría tener al ver caminando por la calle a un hombre que dejó la cabeza unos cuantos metros atrás.
Imaginemos entonces que vas por la carretera, en pleno invierno, con tu abrigo y tu bufanda, caminando, con tus pies cortos, tus pasos breves y una pelota para no hacer interminable el viaje.
Imaginemos otro idioma, otras armas, otros odios y la separación de las familias y la responsabilidad de ser tú, un niño o una niña, quien debe tomar el mando para buscar, para pedir ayuda y rescatar a tu padre.
Imaginemos el hambre en todo momento, el sueño, las ganas de una cama con sábanas limpias, una mesa llena de comida y una plática interminable.
Imaginemos, entonces, lo que significa escuchar por primera vez las palabras México, viaje, destino, ¿futuro?.
Imaginemos lo que una niña de doce años puede pensar de un lugar que sólo sabe que está muy lejos, tanto como veinte días en barco, tanto como no ver nunca más a los que se quedaron.
Imaginemos, pues, lo que fue llegar a ese país y saber que no había guerra, que no había derrota, cerco, muerte y había, si lo pensaba, si lo sentía, esperanza de otro destino: eso fue hace 74 años.
Hoy, imaginemos qué podría decir una niña, esa niña, de ese destino.