Víctor Hugo y Tomás Segovia
HISTORIA DE UNA TRADUCCIÓN
José María Espinasa
La traducción de poesía fue una de las pasiones más perseverantes de Tomás Segovia, el escritor hispanomexicano que estableció un diálogo creativo permanente con varios géneros y entre varias literaturas. El poeta y ensayista José María Espinasa comenta la aparición de “Dios”, de Víctor Hugo, en la versión que Tomás Segovia trabajó en sus últimos años, y que ha editado recientemente la Universidad de Nuevo León.
Quien se tome el trabajo, nada fácil de reunir la bibliografía completa de las traducciones de Tomás Segovia se encontrará con un universo asombroso, resultado de una constancia titánica que sólo se puede entender cuando en “El tiempo en los brazos”, volumen I, leemos frases como ésta: “en nueve días traduje todas Las Rosas de Rilke”. Y cuando se observa el resultado —la edición de los Poemas franceses del autor de las “Elegías de Duino” por Pre- Textos — uno se da cuenta de que a la enorme capacidad de trabajo convergía una gran capacidad de sintonía con el autor o la obra traducida, y con su sentido literario en español. Tenemos la suerte, además, de que “Las Rosas” de Rilke también las tradujo Eduardo Lizalde y podemos hacer un ejercicio de comparación entre dos notables versiones.
Al igual que en sus cursos o en sus ensayos sobre el tema, Segovia lo primero que se planteaba era qué significaba esa obra, ese poema, en el idioma original, y qué significaba esa cuestión para el español. Por ejemplo —y se lo escuché decir varias veces— al traducir a autores que no le entusiasmaban como Breton, o a figuras menores —Gautier no es Nerval, evidentemente— señalaba la necesidad de hacer palpable en español la musicalidad del francés a la vez que transmitir el contexto, la condición de la época o momento de la historia. Que al leer a Gautier en español sintiéramos (o pudiéramos decir) como Baudelaire, que ése era el gran artista, o a la manera de “Eliot il miglior fabbro”. El dilema de la lengua de partida y su tránsito a la de llegada era un abismo que había que afrontar.
En muchas pláticas de sobremesa, conferencias y conversaciones a propósito de la traducción de poesía, Segovia se reía de esas asociaciones de traductores que imponían un tabulador: diez centavos de dólar por palabra, y que terminaban por pagarte por traducir un libro de haikús —tarea harto difícil— algo así como cincuenta dólares. Y acababa siempre concluyendo que traducir poesía, como escribirla, es un trabajo que se sustrae al comercio. Y que se termina haciéndolo por puro gusto.
Eso: gusto, fue lo que le brilló al poeta en los ojos cuando unos cuatro años antes de su muerte, y al impulso de alguna de sus recurrentes reflexiones sobre el romanticismo, Minerva Margarita Villareal lo impulsaba a traducir “Dios”, de Víctor Hugo con un irresistible “yo te lo publico”. Ese yo tan imperativo no correspondía a exactamente a ella sino a la Universidad Autónoma de Nuevo León y a ese yo colectivo que es La Capilla Alfonsina de la UNAL y su colección El Oro de los Tigres, colección que le había llamado la atención a Segovia desde que conoció sus primeras series.
Tomás Segovia traducía poesía por gusto pero le gustaba que sus traducciones se publicaran. Por eso la segunda parte de la frase resultaba muy importante: te lo publico. Y, además, la traducción tenía su historia. Segovia nos contó, a ella y a mí, y a muchos otros, pues lo contaba a la menor provocación, que cuando salió de España con su familia en 1939, primero a Francia, luego a Marruecos (Casablanca), el libro que le había marcado, a los doce o trece años había sido “Dios”, de Víctor Hugo.
Ya en México se había aventurado a traducir el difícil metro francés de Hugo en unos alejandrinos castellanos admirables. Y, aunque no era del todo cierto, presumía de recordar con su memoria prodigiosa la traducción que había hecho, misma que al llamar la atención de Raimundo Lida, lo había llevado como becario a El Colegio de México, de Alfonso Reyes, Cosío Villegas, Cernuda, Gaos, Alatorre, etcétera.
Lo que no sabía Segovia es que el libro completo de Víctor Hugo, no la edición que entonces había manejado, misma que después pudo ver precisamente en el Fondo de la Capilla Alfonsina, era mucho más extenso de lo que pensaba. Eso, sin embargo, no lo arredró y en los últimos años de su vida trabajó con entusiasmo en la traducción que hoy se publica.
Con el tiempo, estoy seguro, descubriremos sus valores filológicos y literarios; pero hoy me interesa hablar más de su carácter simbólico en el contexto de la obra del propio Segovia. Que fuera a la vez inicio y colofón de su vocación literaria da al libro una condición de cierre tan preciso que parece imaginada por el demiurgo. Yo no soy religioso pero puedo decir emocionado que Segovia tradujo este libro preparándose para reunirse con Dios. En las últimas páginas de “El tiempo en los brazos” aún inéditas, Segovia consigna haber terminado la traducción y sentirse liberado.
Un primer impulso me llevaría a decir de inmediato que Segovia tampoco era religioso. Pero desde su muerte hace un año y medio, que he releído los dos extensos volúmenes de sus diarios de trabajo, y muchos de sus ensayos y poemas, ya no estaría tan seguro. La preocupación de lo sagrado está siempre en su reflexión y la de la iluminación de su poesía. Pero incluso el problema de Dios como dilema religioso también lo está. Lo que ocurre es que se trata de un asunto claramente romántico, su tema nuclear. Y si bien el romanticismo tiene un aspecto escéptico también lo es que su desconfianza ante el mundo termina transformada en fe. Y la fe es un sentimiento que se basta a sí mismo, que no exige su comprobación. O, todavía mejor, que se comprueba al ser experimentada, sentida, vivida interiormente y no verificable externamente.
Una de las razones por las que Segovia admiraba tanto el romanticismo fue por el papel que asignaba a la poesía, al arte y a la creación en general. Y probablemente en ningún otro escritor romántico es tan evidente ese papel como en Víctor Hugo. Sus libros no sólo fueron la conciencia de su tiempo, en cierta manera lo siguen siendo de la nuestra. La expresión “conciencia de su tiempo” no lo quiere volver una antigualla, asunto de profesores o museógrafos. Y la traducción de Segovia, por esa búsqueda de significar en español hoy, lo vuelve actual. Víctor Hugo reescribe “Dios” en español a través del autor de “Anagnórisis”. Es el intervalo entre las voces a lo que llamamos cultura o, en otro nivel, humanidad.
Segovia traducía de oído. ¿Qué quiero decir con esto? Que se metía en el ritmo interno del poema; el primer paso era impregnarse de su ritmo, de su léxico, de su sintaxis de sus elementos fechados, del tiempo reflejado en sus versos. Una manera de comprender previa a la comprensión como tal. Escuchaba lo que el texto que tenía que decirnos y ponía en juego todos los recursos del idioma a su alcance para serle fiel. En sus ensayos la preocupación por diferenciar e incluso oponer lo fiel a lo literal es una de las grandes enseñanzas de los traductores. Y en el caso de la poesía esa fidelidad es una condición del ser. Por eso señalaba una y otra vez la trampa implícita en la frase que señala que la poesía no se puede traducir, tomada literalmente, para agregar que si se tomaba a la realidad como testigo fiel se mostraba que la poesía no sólo se puede traducir sino que en cierta forma se traduce siempre.
Esa conciencia de traductibilidad le viene, creo, de su vida con las lenguas. No me refiero sólo al hecho de que fuera un conocedor de los vericuetos de la lingüística y la semiología (tradujo a muchos de los grandes autores de esa disciplina con tino, y los discutió también con fuerza y rigor) sino al que de niño convivieran en él el francés y el español, convivencia que se vivió con el tiempo metáfora del exilio: como tantos otros exiliados españoles se volvió escritor para señalar que de su lengua no podrían exiliarlo. Después el inglés, el italiano, y lo recuerdo asistiendo a unas clases de alemán que sin embargo no tuvo la disciplina de proseguir.
También los acentos: el español de México, el de Madrid, el de Culiacán, el de Montevideo, etcétera. Si por rastreador entendemos a quien sigue el rastro, tal como él lo entiende en su libro final Rastreos y otros poemas, diríamos que Segovia también fue un oidor. Tal vez algunos recuerden que es palabra se usaba en la época de la Colonia para describir a un importante cargo jurídico que testificaba nada más y nada menos que la verdad. De allí también viene el término “audiencia” para desinar al lugar donde se rinden testimonios y declaraciones.
Más allá de los usos y malusos de los términos es evidente que en ellos se trasluce que la verdad no se ve sino que se oye, sobre todo se escucha. No para verificarla sino porque ella, la verdad, está hecha de escucha. Al empaparse, término más sensorial que sonoro, de la cadencia del texto, Segovia entraba como traductor, en algo que también le pasaba como escritor en sus poemas largos, en una especie de trance rítmico. La expresión popular “le salían de carrerilla” describe bien lo que ocurría. Creo, por ejemplo, que eso le ocurrió con Shakespeare en “Hamlet” y que le ocurrió de manera todavía más subrayada con “Dios” de Hugo.
Tomemos ahora en cuenta otro elemento. Tomás se ganó la vida la mayor parte del tiempo como traductor. Para el Fondo de Cultura Económica, para Siglo XXI, para Joaquín Mortiz, para Pre-Textos, Galaxia Gutenberg o Anagrama. Su prestigio para medírsele a textos difíciles ―como los “Escritos” de Lacan― trajo incluso agrias polémicas y no pocos sinsabores para el poeta. Pero una de las razones que tuvo para traducir fue que la oficina se lleva a cuestas, el texto original y la máquina de escribir bastan. Uno podría decir que también en el trabajo de profesor se lleva el aula a cuestas y ésta está donde está el profesor, pero es una frase con un nivel metafórico más pronunciado. El traductor en cambio es un personaje paralelo del nómada, la figura emblemática de la poética de Segovia: el que lleva la casa, o la patria a cuestas.
Hacer correr paralelamente las líneas del exilio, el nomadismo y la traducción resulta de una gran riqueza. El exiliado, a diferencia del conquistador, no utiliza la lengua como un arma, sino como un don. Grecia, derrotada militarmente por Roma, la conquista con la lengua, el arte y la cultura. O mejor dicho: la seduce. El niño que percibe, siente en el sentido más inmediato, el gesto de alegría que hace esa mujer a la que llama mamá, sabe para siempre que el lenguaje es seducción. Décadas después dirá “te quiero” con la misma intención. Y el exiliado sabe que su única esperanza es seducir. El nómada busca lugares en los que ese “te quiero”. Y el exiliado sabe que su única esperanza es seducir. El nómada busca lugares en los que ese “te quiero” suene nuevo, siempre primero y nunca por última vez. El que traduce sabe que cambiar de lugar es también cambiar de lengua: te quiero, I love, je t´aime, Ich liebe Dich!, etcétera. Querer no es, para el exiliado, el nómada o el traductor, una cuestión de sintaxis sino de geografía. Ése es el sentido del habla en los románticos. Si el antropólogo piensa que el hombre es un animal que habla, el poeta lo corrige y le dice: el hombre es un animal al que le hablan y escucha.
Hace unos cuatro años, para la primera aparición de El Oro de los Tigres, hablé de la importancia de traducir y publicar poesía. El aspecto generoso del gesto es importante pues nos distancia de pretensiones individuales, protagonismos o ambiciones inmediatas. Víctor Hugo no necesita que lo promuevan, tampoco Tomás Segovia, pero publicar “Dios” de Víctor Hugo en traducción de Tomás Segovia y en edición bilingüe es un verdadero acontecimiento. Ya dije antes que funciona de broche de oro a la trayectoria como traductor de uno de los poetas contemporáneos más importantes de la lengua española.
Como digo, este regalo a los lectores de poesía habrá que saborearlo durante largo tiempo y sacarle el mayor jugo posible. Uno de los que me parece más inmediato es la posibilidad de regresar al verso alejandrino, éste que Darío y los suyos parecían haber agotado con su genio. En los últimos cien años, todos recordamos grandes poemas en endecasílabos o en versículos o en verso libre, décimas o liras, sextinas y sonetos, pero ¿en verso alejandrino? Creo que son pocos los ejemplos de gran poesía. Cuando Segovia habla de ser fiel al sentido del texto original en la traducción no propone una dicotomía tipo forma y contenido, pues sabe que el sentido está en ambas partes o, mejor dicho, en el todo que forman y ―precisamente― no en alguna de sus partes.
El alejandrino verso de catorce sílabas, es ―nos decía Tomás en sus cursos de métrica― el verso más extenso del español, y hay quien discute si no es en realidad dos de siete o nueve de cinco. Y agregaba: Gilberto Owen ha intentado versos con un mayor de sílabas y casi lo consigue. Para muchos de nosotros el alejandrino viene a la memoria, incluso si no sabemos que así se llama con “La sonatina” de Darío: “La princesa está triste… ¿qué tendrá la princesa?”, prodigio rítmico. En otro poema, más denso y profundo, Darío señala su filiación: “Con Hugo fuerte y con Verlaine ambiguo”. Es una lástima que Segovia no hubiera alcanzado a escribir un prólogo para su traducción de “Dios”, pues seguramente, como hizo con Hamlet, nos habría señalado su búsqueda y su intención rítmica y en pocas líneas sintetizando una concepción del verso.
He de confesar que mi oído de lector de poesía es reacio al alejandrino, me suena grandilocuente. Y sin embargo al leer esta versión de “Dios” nos atrapa la naturalidad del verso: ya no tiene ―cierto― ese afán cantarín del modernismo sino la sencillez o verosimilitud del verso. Hay que recordar que si bien ese verso es de origen francés y llega a nosotros con el menester de clerecía su gran influencia en la literatura modernista se da sobre todo reflejado en el metro italiano. No los voy a aburrir con historia literaria. Sólo señalar la importancia que puede tener la aparición de este libro.
Creo, por ejemplo, que habría hecho las delicias de Alfonso Reyes, figura nuclear de nuestra literatura y desde luego de La Capilla Alfonsina, que lo publica. Que se edite bajo su manto protector es una reconciliación más allá de la vida biológica en la conversación de la poesía que tanto celebró Quevedo. Reyes y Segovia, el gran maestro y la joven promesa de los años cincuenta no tuvieron una relación fácil. Aquí están juntos en lo que les gustaba más a ambos: la literatura.
Revista de la Universidad de México. Nª 213. Julio de 2013.