XXII Certamen Literario Juana Santacruz

Fallo del Jurado

Reunido el jurado calificador el día 21 de junio de 2014, y tras un exhaustivo análisis de los textos presentados a concurso, decidió declarar ganador del XXII Certamen Literario Juana Santacruz el trabajo titulado Última voluntad, bajo el seudónimo “Tadeus”, por la claridad narrativa, la concisión estilística y la fuerza del argumento.

Asimismo, se decidió otorgar una mención honorífica al cuento titulado La calle, bajo el seudónimo “Enciso”, por el adecuado manejo del tiempo, la evolución del personaje en breve espacio y la técnica narrativa.

 

ÚLTIMA VOLUNTAD

Todas las mañanas, a eso de las siete, sonaban andanadas de fusilería dentro del cuartel. Dos, tres y hasta cuatro. El descanso dominical hacía que todo pareciese más claro, casi cristalino.

Aquel martes, el sargento mandó formar al pelotón y que atasen el prisionero al poste.

―Tú, ¿quieres un pitillo?

―No. Quiero un último paso doble.

El sargento, que ya había echado mano al paquete de tabaco, se puso rígido como un perro de muestra.

― ¿Qué gilipollez es esa?

No hubo respuesta. En el pelotón, Pérez sacó tímidamente su armónica y dijo que se sabía un par de pasodobles. El sargento lo miró como si también lo fuera a fusilar a él.

― ¡Estupendo! ¿Algún voluntario para ser su pareja?

Gómez levantó un poco la mano.

― Llevó un año sin bailar, mi sargento. Y sé hacer de chica. Al fin y al cabo, es una última voluntad…

El sargento los mandó a todos a tomar por culo y se alejó a fumarse su cigarro de picadura. Desataron al prisionero. Sonó la armónica de Pérez. Bailaron.

Cuando al músico se le acabó el resuello, al sargento el cigarro y a los demás las risitas, todo volvió a la normalidad, como si la música hubiera abierto un boquete en el tiempo, un hueco sin balas ni cadáveres en el que fuera posible no buscar la muerte de nadie.

Lo malo es que los disparos de después no seguían el compás.

 

LA CALLE

No tenía mucho tiempo de nacido cuando aprendió a gatear. Salió de su casa y avanzó, sobre sus cuatro extremidades, hasta el jardín frontal. Ahí, levantó la cadera y se sostuvo en sus dos pequeñas piernas. Caminó hasta la banqueta y sintió miedo de cruzar la calle. También sintió el peso de su mochila escolar en la espalda y el de la lonchera metálica que pendía de su manita derecha. Apretó los dientes, que ya le habían brotado de las encías, y echó a andar.

Los automóviles se detenían para dejar pasar al joven, quien reconoció algunas marcas y modelos: Ésta es una Chevrolet, yo creo que del ochenta y dos… A ver si me compran una el año que viene, pensó, mientras se rascaba la escasa barba que comenzaba a poblarle el mentón. Pensó también en salir con sus amigos el viernes para fumar tabaco a escondidas, lejos de la prepa; y se acordó de cierta muchacha que le gustaba, y con la que nunca se atrevió a hablar.

Cuando llegó al camellón, a medio camino, levantó la muñeca izquierda para ver la hora de su reloj. Ya se le hacía tarde para llegar al trabajo. Su mano derecha, llena de vello, sostenía un pesado maletín de cuero negro. El hombre se acomodó la corbata y se aventuró a cruzar el otro extremo de la peligrosa calle, donde los automóviles ultramodernos ya no se detenían para dejarlo pasar.

Hizo una rabieta, alzando el bastón que apretaba su diestra. Las rodillas le dolían porque la artritis lo estaba consumiendo. El viejo trató de caminar rápido, pero un carro negro y endemoniado lo golpeó con fuerza, depositándolo en el asfalto.

Fueron unos pocos voluntarios los que lo arrastraron a la banqueta. El anciano, mirando hacia el ocaso, sintió morirse y pensó ¿Qué hice de mi vida?

― Ah sí, ya recuerdo ―se dijo antes de expirar―. Crucé una calle, nada más.

 

 

 

 

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