Tres años antes de morir, el escritor se operó la vista y la Secretaría de Educación Pública le reembolsó los 3.750 dólares que costó la intervención.
El Pais
Por OTTO GRANADOS
05 ENE 2021 – 13:14 GMT-6
A principios de junio de 1982, dentro del festival Horizonte celebrado en Berlín y dedicado en esa ocasión a América Latina, Juan Rulfo y Günter Grass escenificaron el que según la prensa fue el “punto culminante” del programa. Ambos leyeron, de forma alternada, varios cuentos de Rulfo pero, cuando llegó su turno, el legendario escritor mexicano se percató de que había perdido sus anteojos. “Grass —recordó Juan Villoro años más tarde— le prestó los suyos. Por un milagro de la óptica, ambos usaban la misma graduación: “¡Al fin voy a poder leer con los ojos de Günter Grass!”, remató Rulfo.
Más que la ausencia de las gafas propias, lo que quizá Rulfo advertía era que, poco a poco, su ojo derecho empezaba a sufrir esa opacificación progresiva del cristalino que conduce a la pérdida total de visión y que la oftalmología llama cataratas, la principal causa de ceguera de millones de personas en el mundo. Temía tal vez, como Borges, que algún día solo le quedaran “la vaga luz, la inextricable sombra”.
Al año siguiente Rulfo, de 65 años en ese momento, decidió tratarse. El 15 de agosto de 1983, a las 3:11 pm, ingresó como el paciente número 983191-0-6 al Methodist Hospital, en el 6565 de la avenida Fannin de Houston, un prestigiado centro establecido en 1919 durante la pandemia de la influenza —la llamada gripe española—, para ser intervenido. Se registró como “novelista y escritor” y anotó como su dirección el apartamento donde vivía en la calle de Felipe Villanueva 98, en el sur de Ciudad de México. Como es habitual al ingresar a un hospital, llenó y firmó una de esas hojas donde el paciente acepta una serie de condiciones previas a una cirugía; en este caso, una mediante la cual sería extraída una catarata en el ojo derecho y colocado un lente intraocular, una técnica al parecer inventada por Harold Ridley, un oftalmólogo inglés, en 1949.
Rulfo se puso en manos de los especialistas Jared M. Emery y Douglas D. Koch. Emery tenía apenas 43 años, pero ya era considerado el médico e innovador más importante en cirugía de cataratas; graduado de la Escuela de Medicina de la universidad de Yale realizó su residencia y especialidad en el Instituto Wilmer de la universidad de Johns Hopkins, y en 1971 comenzó su carrera en el campo de la oftalmología en el Cullen Eye Institute del Baylor College of Medicine en Houston. Se estima que, como profesor, Emery, fallecido el 29 de noviembre de 2019, entrenó a casi el 10% de los oftalmólogos en Estados Unidos y operó a gente como el presidente George Bush padre o la antigua primera dama Lady Bird Johnson, entre otras personalidades como el propio Rulfo. Doug Koch, por su parte, quien actualmente vive en Houston, había estudiado en la Escuela de Medicina de Harvard, era también un experto en cirugías de cataratas y refractiva así como en la implantación de lentes intraoculares, y reparación y reemplazo de iris; por largos años ha realizado investigación muy sofisticada en su campo y publicado más de 90 artículos en distintas revistas académicas. Hoy sigue dando clases en Baylor College donde ahora desarrolla un iris artificial diseñado individualmente para que coincida con el otro ojo del paciente. Para el caso de Rulfo, Koch tenía otra ventaja: hablaba español.
El 16 de agosto ambos médicos intervinieron a Rulfo. Aunque la cirugía misma no debe haber durado más de 20 minutos, todo el procedimiento tomó alrededor de un par de horas. Según los reportes de la clínica, la operación fue exitosa y Rulfo parece haber convalecido allí esa noche. Entre los 82 servicios que el hospital prestó a su ilustre paciente, o que al menos incluyeron (y cobraron) detalladamente en la factura, venían medicamentos suministrados como Tylenol, Valium, Neosporin, adrenalina, xilocaína terapéutica o gotas de distinto tipo; pruebas como un electrocardiograma, e incluso un cargo de 5 dólares por uso de televisión. A la una de la tarde con 37 minutos del día 17, quedó registrada su salida del hospital.
Juan Rulfo vivió tres años más. A diferencia de Borges, cuya ceguera progresiva —analizada de manera muy original y minuciosa por el doctor Mario Enrique de la Piedra a través de su obra literaria en la Revista Mexicana de Oftalmología— fue consecuencia de una serie de factores que van desde los hereditarios hasta la miopía degenerativa, estrabismo, desprendimiento de retina, trastornos en la percepción de los colores y ocho cirugías de cataratas, entre otros, posiblemente la operación ayudó a Rulfo a que su capacidad visual, protegida con el uso cotidiano de lentes oscuros, no sufriera un deterioro mayor el resto de su vida.
Jesús Reyes Heroles, entonces secretario de Educación Pública, fue enterado de esa intervención por amigos comunes. Don Jesús —como se le conocía, sin necesidad de agregar los apellidos— era una rara avis, un caso único de intelectual-político en México, y “un hombre de Estado —dijo de él Enrique Tierno Galván— que compaginaba la reflexión intelectual con la actividad política”. Culto hasta la erudición, sagaz, bibliómano, principal historiador del liberalismo del siglo XIX, y, de lejos, el interlocutor principal que los gobiernos mexicanos hayan tenido hasta la fecha con la intelligentsia, Reyes Heroles solía ejercer de patriarca ante políticos —incluidos los cuatro presidentes de la República con quienes colaboró—, empresarios, intelectuales y periodistas, desvelarse leyendo de manera compulsiva, invertir días enteros a preparar algún discurso muy importante y destinar horas, solo con quienes él seleccionaba, al diálogo denso e instruido. Desde esa condición, decidió que de una pequeña partida presupuestal que había para imprevistos, la SEP cubriera la operación de Rulfo. El “novelista y escritor”, además, era un funcionario público: desde 1963 y hasta su muerte en 1986, había sido redactor, corrector de estilo, jefe de departamento y coordinador de publicaciones del extinto Instituto Nacional Indigenista; su patrimonio era modesto, su salud frágil y su vista corta, y don Jesús ordenó reembolsarle los gastos médicos y hospitalarios, que fueron el equivalente a 3.750 dólares, según el recibo que le extendió Emily E. Lee, una administradora del Methodist. Y así se hizo, en noviembre de 1983, mediante un cheque del ya desaparecido Banco Longoria.
Como puede verse, era desde luego una época en la que el mecenazgo del Estado —y de sus políticos más ilustrados— estimulaba, reconocía y respetaba a sus creadores, y valoraba y apreciaba sus aportaciones fundamentales a la cultura nacional, entre otras razones porque, diría el propio Reyes Heroles, “la lucha más auténtica en contra de la necesidad —madre de todas las crisis— es la que solo en la cultura y con ella se puede librar”. Acompañar en este sentido a Rulfo, un clásico mayor de la literatura mexicana del siglo XX, no era tan solo un noble y legítimo gesto de apoyo sino sobre todo un ejercicio de autoafirmación, una especie de cirugía íntima a través de la cual un país y su gobierno rastrean lo que han hecho sus mejores hombres y mujeres, para reconstruir así sus células esenciales. Honrar, honra, suele afirmarse.